Reflexión después de casi vomitar por un taxista sin habilidades de manejo y otras observaciones en torno a esta ciudad

Cada día en la Ciudad de México es una aventura de feria. Autos chocones, carruseles (antes de que los autos chocones hagan lo suyo), sillas voladoras (después de que los autos chocones hacen lo suyo), mansiones del horror (que puede ser prácticamente cualquier lugar), casas del tío chueco (nomás hay que ver la pavimentación maltrecha del 90% de las avenidas), montañas rusas (sobre todo cuando se caen pilares del segundo piso) y un montón de "etcéteras" que se aplilan en esta lista no tan metafórica como uno quisiera.

Los payasos y fenómenos extraordinarios están a la orden. Con disfraces, silbatos y vestidos; trajes costosísimos y autos a pagar en 293843723404820034 mensualidades; alcohólicos y neuróticos anónimos, no porque no quieran decir su nombre, sino porque vagan por las calles sin identidad.

Por suerte (y también para nuestra desgracia) la rueda de la fortuna está presente todo el tiempo y vamos montados en ella aunque no hayamos pagado boleto de entrada.

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