LA JUNGLA (literatura con soundtrack)






Los días nos persiguen, o al menos, eso es lo que se siente cuando por un momento decidimos parar y ver lo que sucede a nuestro alrededor. 

El día de hoy salí a caminar sin otro motivo que ése, caminar y ver el paisaje, desentendiéndome del estruendo urbano, de la velocidad con la que las personas presionan el andar, de los ceños fruncidos y el pitido exasperante de los autos. De repente, todo se convirtió en un paisaje natural repleto de flora y fauna sui generis, un mundo expresado con máquinas que hacen de animales, con otros animales manejándolas de acuerdo a un fin, a una serie de reglas establecidas en este reino peculiar.

Por más de una hora recorrí calles, transité avenidas y me percaté de la cantidad de cosas que hacemos para retraernos de aquella animalidad que, sin remedio, se hace patente con cada uno de nuestros actos. Incluso se hace aún más presente cuando buscamos esconderla. Reí.

Al adentrarme en una tienda departamental miré con curiosidad los estantes. Qué tan extraños somos que necesitamos de todo esto para satisfacer una sola necesidad: la de confirmarnos como seres no naturales, como individuos, personas... ¿humanos? ¿Para qué deseamos comprar un vestido, un saco o un perfume? ¿No es acaso para "ser notados"? Al parecer, nos aterra la indiferencia. Pero el miedo que nos conduce a buscar la diferenciación, es el mismo que nos condena. Todos iguales, haciendo las mismas cosas, los mismos gestos, apurándonos unos a otros para seguir un mismo paso. Somos extraños de nosotros mismos al grado de desconocer aquello que nos diferencia más allá de estas necesidades que nos mimetizan. Y al mismo tiempo, en el afán de convertirnos en la otredad de la naturaleza, nos reafirmamos como animales... tan animales. Seres que ocultan su naturalidad y que, con ello, la confirman más que cualquier otra especie. 

Al salir de la tienda me dirigí a un local con la intención de comprar un pollo rostizado. Al parecer a todas las personas de la zona -incluyéndome- se les ocurrió la misma idea, pues al preguntar por el precio de un pollo entero, recibí como respuesta un "no hay, ya se acabaron". 

Con un poco de hambre, decidí regresar a casa. Estaba lloviendo. Las personas empezaron a correr y a cubrirse con lo tenían a la mano. Me quedé parada debajo de un techo y cruzó por mi mente el abordar un taxi. ¿Un taxi? Mi casa estaba a unos quince minutos de caminata y el agua era apenas una llovizna. Al instante siguiente ya estaba en marcha sin importarme la lluvia ni el apresuramiento de la gente, lo que llamaba mi atención era más bien el experimentar la caída del agua sin sentir esa necesidad de correr o cubrirme. Durante semanas los días habían sido fríos y secos y las plantas comenzaban a amarillentarse. ¿No era acaso algo "bueno" que comenzara a llover? En otros tiempos ¿no se habría festejado que el agua cayera para humedecer la tierra, para alimentar a los ríos... y abastecer a los humanos? Ahora no. Nadie lo festeja. Todos corremos con miedo de ser tocados por la lluvia. 

Conforme me acercaba a la puerta de mi casa sentí algo, una especie de libertad que apenas puedo explicar. Fue una satisfacción peculiar que me hizo quedarme por unos minutos más bajo la lluvia. Mi mundo recobró algunos matices y encontró otros nuevos. Ahí está la diferencia, pensé. Y entonces, dejé de sentir miedo.

Comentarios

Entradas populares